Una de las razones que precipitó la crisis de la II Internacional fue el debate sobre la democracia y la participación electoral. Lenin, desde la izquierda, objetaba duramente las posiciones reformistas de Bernstein y Kautsky, quienes pretendían usar las libertades de la democracia liberal y la participación parlamentaria como medios para lograr el socialismo, acusándolos de “oportunismo” y de “cretinismo parlamentario” mientras propugnaba la insurrección y la dictadura del proletariado. Lenin no rechazaba de manera taxativa la participación electoral y el parlamentarismo, pero los reducía a meros medios tácticos. Años después, una vez tomado el poder en Rusia por la vía que preconizara Lenin, este debate conocerá una nueva edición, esta vez reavivado por voces que se podrían ubicar a la izquierda del proyecto bolchevique, como Rosa Luxemburgo, que clamaron por la ampliación de las libertades y la radicalización democrática en la naciente república soviética frente las tempranas derivas autoritarias y burocráticas de la revolución de octubre, cuando por razones tácticas (la pérdida de la mayoría circunstancial en la Asamblea Constituyente, la autonomía e independencia mostrada por los soviets, disidencias dentro del campo revolucionario, la guerra civil promovida por la reacción o la aplicación de la Nueva Política Económica) los dirigentes bolcheviques decidieron reducir las libertades políticas y conculcar los espacio democráticos.
Las precauciones de Lenin y la izquierda sobre la democracia liberal pueden ser bien comprendida a la luz de su momento histórico. El retraso de las masas empobrecidas y la posición débil y minoritaria de la clase trabajadora (particularmente en la Rusa feudal de principios del siglo XX), el peso de la religión, la prensa y otros instrumentos ideológicos, el control por parte de las clases dominantes de la burocracia y el ejército, daban poca posibilidad a la democracia (o al menos a su versión liberal y parlamentarista) como marco para la transformación social. Pero posiblemente latía en el fondo de estas aprensiones el viejo miedo a la democracia, la desconfianza hacia unas masas plebeyas que se consideraban demasiados indóciles (solo recordar la crítica al espontaneismo, a la auto-organización e incluso a las posibilidades revolucionarias de la propia clase obrera, o la exigencia de dotarse de una organización disciplinada y la premisa de que la conciencia de clase sólo podría advenir desde afuera) para llevar adelante la revolución y conducir sus propios destinos. Como señala Ranciére, la democracia fue, desde su origen, una mala palabra, un oscuro temor que quita el sueño a quienes detentan cualquier tipo de poder u ocupan alguna posición privilegiada, incluso aquellos que pretenden actuar en su nombre o en nombre del pueblo.
Por supuesto que el compromiso de la clase poseedora con la democracia fue siempre un asunto de cálculo. La democracia liberal le resultó útil en el periodo del laissez faire como medio de negociación entre sus distintas fracciones, enfangadas en una fratricida lucha por el control del mercado, a la vez que no se tenía ningún escrúpulo de conculcar libertades y negar los propios principios democráticos a la hora de expoliar a los trabajadores y contener sus luchas. Además, y como el fascismo en Europa o las sanguinarias dictaduras militares en nuestro continente demostrarían luego, la burguesía no tuvo ningún reparo en prescindir de la democracia cuando sus intereses así lo impusieron.
Pero hoy no se requiere de golpes de Estado cruentos. La democracia antes tan vehementemente defendida por ideólogos liberales se ha convertido en nuestros tiempos en una rara avis, en una especie escasa y difícil de conseguir. En un mundo del capital globalizado, la democracia deviene mero recurso técnico, puro procedimiento. Es la era del declive de la política, sacrificada al altar del libre mercado mundial. Las decisiones que afectan a millones no las toma ya ningún centro visible de poder, no están en manos de una camarilla de burócratas elegidos y rentados a las élites nacionales, sino de las grandes transnacionales y de una tecnocracia mundializada y opaca. Se trata de una dictadura mundial de los mercados y la tecnocracia global. La confrontación política entre proyectos (aun cuando no fueran más que distintas variaciones del mismo orden) declina con el consenso sordo y con la sustitución de la política por la pura gestión. Las grandes mayorías se ven a la vez despojadas de su vida (el capital ya no se apropia sólo del trabajo de los obreros, sino que subsume la vida toda) y de cualquier vestigio de soberanía política, aun de las escasas sobras que ofrecía la ahora languideciente democracia liberal. Pierden el control de su vida y de la esfera política. Elegir se vuelve como nunca antes un acto ritual vaciado de sentido, una liturgia que ya no ofrece salvación alguna ni concita fe en la feligresía. Las libertades civiles pierden todo valor, pues no transgreden y desafían nada. Se puede decir y hacer cualquier cosa y no corre peligro el statu quo. Por el contrario, el mercado ofrece un nicho de consumo a cualquier rebeldía.
Frente a esta dictadura de nuevo cuño se multiplican nuevas formas de resistencia. Desde los ensayos emancipatorios a escala local, cuya expresión emblemática quizás haya sido la experiencia zapatista, que renuncian a la disputa del poder político, visto ahora como un cascaron vacío, hasta las revueltas de la antiglobalización que copan los escenarios simbólicos del nuevo poder mundial, como Seattle, Génova o recientemente Wall Street, las luchas cobran relieves y modos heterogéneos, aunque siempre en ajuste táctico a las nuevas formas de la dominación.
Pero frente a una democracia que languidece, con el nuevo siglo reaparecerá la democracia como consigna popular y escenario de lucha por la transformación social. Ante el declive de la política y el desplazamiento del poder hacia los mercados y hacia camarillas tecnocráticas globales, la lucha por la democracia y por la justicia social confluyen. Las demandas de participación, incluso el ejercicio del sufragio por parte de las mayorías, incomodan a las élites que controlan el mundo, que miran la democracia como una forma de interferencia innecesaria y molesta en sus asuntos. La democracia se hace subversiva.
Este desplazamiento que supone la lucha por la democracia y su radicalización, que convierte a la movilización democrática, incluyendo la participación electoral, en instrumento de disputa de poder de las élites y escenario de luchas que remecen las bases del sistema, se hace evidente durante estos los últimos años en contextos tan variados como los procesos de cambios en América Latina, la llamada primavera árabe (pese a su posterior recuperación reaccionaria), o en los avances electorales de propuestas antisistema en Grecia, España, Reino Unido e incluso EEUU. Pero sin dudas su campanazo inicial fue la victoria de Chávez en Venezuela.
La revolución bolivariana ha resuelto, o al menos redefinido, el viejo tema de la relación entre democracia y transformación social. Supuso desde un principio una recuperación del ejercicio democrático, una democracia intensiva y extendida: ampliación de las formas de ejercicio democrático, multiplicando los mecanismos de participación, control y autogobierno; el redimensionamiento del sufragio, acumulando más citas electorales que durante todos los años anteriores de democracia representativa, pero sobre todo convirtiendo cada elección en un vibrante torbellino de movilización popular y de intenso debate político; la extensión y profundización de las libertades y derechos (recordemos el marcado talante garantista de la constitución, o cómo Chávez, aun en los momentos más convulsos, se negó a recurrir al Estado de excepción o usar medios extremos de la represión). Pero quizás la cara más vital y fascinante de este inaudito proceso de democratización sea la intensa vida política, la energía desatada, la efervescencia del debate plebeyo, la movilización callejera, el ejercicio colectivo y cotidiano de la imaginación política, la creación incesante de formas y contenidos nuevos de soberanía, el desafío permanente, la experiencia milagrosa y desenfada de los pobres haciendo política.
Aunque el chavismo puede ser muchas cosas y elude cualquier definición simple, en buena medida puede ser entendido como un proceso de recuperación de la política por parte de los sectores subalternos, como la irrupción de los pobres, los relegados, en la política. Conceptos como democracia participativa y protagónica, poder constituyente, poder obedencial son pálidas nociones que apenas dan cuentas de la riqueza e intensidad democrática de los mejores años del chavismo. Si hay un aporte del chavismo al debate de la izquierda, duramente golpeada por el descalabro de los Estados autoritarios y burocráticos del llamado socialismo real¸ es el lugar que le otorga a la democracia y la participación popular en la construcción del socialismo.
Desde allí podemos entender la razón de las numerosísimas citas electorales que se convocaron durante los últimos años. Lejos de operar como instrumento de control y “narcotización”, como ocurre en el resto del mundo, las elecciones funcionaron como un dispositivo de politización y movilización de los sectores populares, como un medio de refrendamiento y revitalización del contenido popular del gobierno, de su compromiso y alianza con los pobres, como acicate y vacuna contra toda tentación de anquilosamiento y distanciamiento de las bases populares. La tolerancia, incluso promoción de la contestación y la interpelación callejera, de la crítica y el desafío, cumplieron un propósito semejante. La política permeó la vida cotidiana de los sectores tradicionalmente relegados de la esfera pública. Este nuevo sentido de lo político en manos de los pobres lo resumía una mujer de un barrio humilde respondiendo a un corresponsal extranjero que inquiría por las razones de su apoyo al proceso bolivariano. “Por la Constitución”, contestó sin dudarlo mucho, “porque dice que la soberanía reside en el pueblo”. Fórmula manida y ritual que se encuentra en prácticamente cualquier texto constitucional del mundo, pero con la diferencia de que en Venezuela los pobres no sólo la asumían como un credo, sino que actuaban en consecuencia.
La democracia ha servido para la politización de las masas populares (eso que en el pasado se daba por llamar la “elevación de su nivel de conciencia”) y para la definición de los propios contenidos de la política. La política y el ejercicio del poder se modulan por los ritmos y las demandas de la participación popular. El ejercicio democrático sirvió como energía que estremece a la sociedad y al Estado, savia que nutre la vida colectiva, reverbera en incontables actos, discusiones, en la subjetividad colectiva. Socialismo, revolución, chavismo, son términos vacíos que sólo fueron llenados de sentido por su apropiación y recreación por los de abajo a través de múltiples prácticas políticas que rebullen cotidianamente.
Pero sobre todo la democracia es un requisito para la inclusión y la igualdad. “Para superar la pobreza hay que darle poder al pobre”, decía Chávez. Completa e invierte el viejo axioma que la izquierda opuso a las tesis liberales, alegando que no hay democracia política sin democracia social. Para Chávez no puede haber democracia social, una sociedad igualitaria y solidaria, sin democracia política, sin inclusión de los pobres en el campo del ejercicio de la política. La superación de las relaciones sociales de subordinación sólo es posible con la superación de las relaciones políticas de dominación, y esto significa un proceso continuo de reconocer al pueblo (no un partido, un grupo o una idea que se pretenda su “representación”, sino el pueblo como sustancia sin forma, sin sutura ni homogeneidad, irrepresentable, como ese monstruo de mil cabezas que aterroriza a las élites desde el renacimiento) como fuente de la soberanía. La política sería, a fin de cuentas, la inclusión de la parte excluida.
Habría entonces que preguntarse si el chavismo puede existir sin democracia. O lo que es lo mismo, sin voluntad de mayoría, sin la exigencia una y otra vez renovada (y desafiada) de buscar, movilizar, politizar y darle poder al pueblo, a las vastas mayorías. Esa tarea, concomitante al ejercicio de la democracia, esa ampliación incesante de la libertad y de la participación democrática, es, como decía Rosa Luxemburgo en su crítica a las derivas autoritarias de la revolución rusa, “el elemento vital, el aliento sin el cual el socialismo no podría existir”. Aún más, las restricciones a la libertad y a la democracia son una perfecta coartada para remozar el poder de la burocracia, que en un país rentista como el nuestro tiene un papel fundamental en la reproducción del capital. Otra vez Rosa Luxemburgo:“Sin elecciones generales, sin una libertad de prensa y de reunión ilimitada, sin una lucha de opinión libre, la vida se apaga en todas las instituciones públicas, vegeta, y la burocracia se constituye en el único elemento activo”.
Cuando se escamotea la democracia, se recorta el Estado de Derecho y las garantías, se adelgazan los espacio de participación, se niega la política, se pretende controlar el poder popular o reducirlo a simple correa de transmisión del Estado, cuando se eluden elecciones, cuando se teme al pueblo o se le relega a objeto de “protección”, negando su lugar como sujeto, cuando la movilización popular es criminalizada, no se puede sino pensar que se le amputa al chavismo algo fundamental. Se renuncia a algo así como a un alma.
Andrés Antillano [email protected]