“What’s in a name?” pone don William Shakespeare a Julieta Capuleto a interrogarse, tautológica. “¿Qué hay en un nombre? / ¿Qué hay dentro de un nombre?” se interroga, en ese filosofar vertiginoso, cruel y advenedizo que representa esa pieza de teatro, recordada y pasada por la narcolavadora de eso que los cursiprogres continúan llamando “la industria cultural”, promoviendo como una hermosa historia de amor lo que es una matazón entre dos clanes al borde del exterminio étnico mutuo, que llega a su clímax cuando dos menores de edad trasngredieron toda norma grupal y decidieron amarse hasta los suicidios respectivos. Qué le da sustancia, qué ocupa el lugar de un nombre que nos haga identificar algo. O, menos virginalmente, desviarlo como otra cosa, como si el Chinito de Recadi se trasladara al campo de la semántica y la neurolinguística.
En tiempos clásicos, antiguos, igual de lavados para satisfacer ese mamotreto edificante que llaman “cultura occidental”, nombres y actos, actores y formas de defi nir individual o colectivamente, nombre mediante, lo que hacen, era una relación en línea recta. Y en los grandes aforos trágicos, ahí donde la catarsis era sinónimo de ejemplo cívico y no de reunión de autoayuda con libros de Herman Hesse, Walter Riso o aquel universal llamado el Dalai Lama mientras se absuelven de sus penas en su jaula de puertas abiertas, ese nombre en la tragedia, contenía de suyo, a pesar de la caída del héroe, el principio de la nobleza, la fi delidad y consecuencia entre sus acciones, así, parte de su tragedia pública, notoria y comunicacional haya sido desdecir su palabra de su acción, o viceversa: el serle consecuente de acuerdo a leyes superiores, como el huérfano inverso que terminó resultando Creonte, padre de Antígona y familia. Con Shakespeare, trátese de Lady MacBeth o el taimoso Yago, la disonancia era parte del mal. La intriga como arma era el retrato de la infamia, puesto que las presuntas bases morales, más o menos, seguían ahí. A tal punto que Shakespeare dejó de ser efectivamente censurado en sus montajes casi llegando al siglo XX. Prueba de lo que hablamos, y su choque con una sociedad donde la hipocresía tenía un señorío indiscutible: como aquella victoriana ultrapuritana, plagada de meretrices y homosexualidad de gabinete.
Pero ahora, donde sólo nos aborda la comedia, según diría Friedrich Dürrenmatt, la cosa cambia, y hasta la carcajada que sale de la boca del estómago se ha atenuado a risitas hebefrénicas. Pero divago. Porque todo esto viene a cuento ahora que la violencia pretende ir por un lado, y sus principales promotores, según sea el momento o la coyuntura en redes sociales, se desmarcan o se justifi can de acuerdo a la oportunidad que el marcado ofrezca como punto de máxima ganancia. ¿Qué hay en un nombre?
Lo hemos visto, por tomar un primer ejemplo, con la reacción presuntamente heroica de Freddy Guevara ante el decreto que a nivel estadal ordena que manifestante que cubra su rostro incurre en actos criminales y debe ser procesado. La orden del momento fue, por supuesto, “desconocerlo” y entrompar con mayor carga violenta según convenga, porque la protesta, asegún en esos términos, es legítima y pacifista y franciscana y oculta que la Madre Teresa dejaba morir a su rebaño en unos funestos galpones de la muerte allá en la desventurada Calcuta. Pero, a su vez, han sido varias las oportunidades en las que para dejar de nombrar lo que tiene nombre, terrorismo callejero, la forzan para migrar su nombre y signifi cado hacia “infiltrados colectivos chavistas” para en el mismo acto de magia, una vez detenidos, los mismos innominados pasen a ser defendidos por el Foro, y engorden listas de “presos políticos”, no importa que para defi nirlos como tales usen una lista de víctimas mortales que incluye chavistas, niños, saqueadores, Guardias Nacionales a los que se enfrentaban. ¿Qué hay dentro de un nombre?
Juan Bautista López Manjarres (33), presidente de la Federación de Centros de Estudiantes de la Universidad Politécnica Territorial José Antonio Anzoátegui (UPTJAA) en El Tigre, estado Anzoátegui, fue asesinado a principios de este mes en curso en una de las canchas deportivas del recinto. Varios balazos recibió Juan Bautista, sicarialmente, por un matón que luego huyó por la carretera nacional que conduce a Ciudad Bolívar, reseña el portal “La Tabla”. Era chavista. Convocó una asamblea para discutir el contenido de la recién convocada Asamblea Nacional Constituyente (ANC). Lo incorporaron a la lista fatal sin distinción alguna. El muerto 31, 33, ¿cuánto le puede importar, en realidad, a Lilian Tintori? Nada. Pero ya forma parte del paquete gráfi co de Voluntad Popular. Es víctima del régimen, según la presunta formación “política”. ¿Quién lo nombra con sus letras correctas? ¿Quién protege la dignidad de su alma? ¿Quién nombra a los responsables? ¿Qué hay en un nombre?
Leopoldo Castillo, autonombrado “el ciudadano”, renombrado “el matacuras” por su reputado currículum diplomático en El Salvador de la muerte y el exterminio encapuchado, nocturno, sin nombre, de los años 80 del siglo pasado, lanzó la bola de que Leopoldo López estaba siendo trasladado al Hospital Militar, sin signos vitales, asomando que por intoxicación. Marco Rubio, nombre vano, banal, estólido, replica la información. Sale la fe de vida de un Leopoldo López al borde del fi siculturismo, casi que diciendo “chúpate esta, Mandela, no te llevo es nada” mientras batía el récor del “preso en aislamiento” más sano de la historia, notifi cándole al mundo o la opinión pú- blica, qué más da, que “hoy, 3 de mayo, 9 de la noche, estoy más sano que toda la población penitenciara en su conjunto”. Su mujer, la que mientan Lilian, ya había lanzado el obituario de su muerte. Todo se derrumbó dentro de alguien después de eso. ¿Cómo se llama la obra? ¿Cómo se le pone rastro a esa huella digital indiscutible? ¿Qué hay dentro de un nombre?
La presunta Francia esa de la republiqué, de la liberté, la egalité, la fraternité y patio trasera de Ángela Merkel lanza democratiquí- simamente una provisión pública, en 2009, donde se castiga a todo aquel que oculte su rostro, se haga anónimo, renuncie públicamente a su nombre, será detenido, procesado y multado con la golilla de mil 500 euros de aquellos. Ha ganado la presidencia de la republíc mesié Emmanuel Macron con su plataforma ¡En Marche!, que son, por lo demás ¡las iniciales de su propio nombre!, en ese acto de autorreferencialidad absoluta, siendo las delicias y maravillas del submundo subordinado subamericanamente arrastrado de la misma dirigencia que invoca a la muerte sin ponerle todas sus letras aquí en Venezuela, y que ya garantiza el avance de un Estado ultrapolicial a la gringa en donde todas las señas de identidad serán controladas y suministrada a los muchachos de Langley, Virginia, Estados Unidos, mientras que el caos medra con todo su peligro y sin ser visto de frente. Macron, que lo pusieron como un outsider del establishment francés listo para renovarlo todo para que nada se renueve y todo siga peor pero se llame como lo mejor, es un perverso querube, casado con su profesora de bachillerato y quién sabe que otro retorcido vericueto de su pobre alma de avinagrado yuppie de 39 años, es un niño lindo de los Rotschild, esos monstruos que tampoco les gusta que les recuerden que existen, y que sus apellidos traen demasiado cataclismo global, Macron, ese niño miamorsísimo del Club Bildeberg y novedoso ministro de finanzas del inerte presidente anterior es “lo nuevo”. Vamos de mal en peor, y más se aleja la cosa de su referencia. ¿Qué hay en un nombre?
“¡Y si después de tantas palabras, / no sobrevive la palabra! // ¡Si después de las alas de los pájaros, / no sobrevive el pájaro parado! // ¡Más valdría, en verdad, /que se lo coman todo y acabemos!” sentenciaba proféticamente el simado y cimero César Vallejo. Y mira tú, parroquia, dónde estamos. Dónde de todos los lugares en la historia de la especie. Innombrable resulta conveniente para la única utopía triunfante del momento, que no quiere ser reconocida como tal: la de los corpócratas de Wall Street, la City, y los hormigueantes pasillos de los ministerios en Tel Aviv. Mientras tanto, la muerte avanza, los genosaqueadores aceleran el paso porque su utopía, amenaza existencial para nosotros, amenaza en doble vía a ellos mismos y alguien tiene que ganar la partida. Que, según Warren Buffet, la de la lucha de clases existe (no tiene miedo a nombrarla), y aclara que la están ganando ellos. La falta de coraje, la cobardía, los nombra tanto como sus misiles. “Lo que llamamos rosa por cualquier otro nombre olería igual” se respondía la niña Julieta en su destructora vivencia de amor indiscutible. Lo mismo puede decirse de la mierda, así le pongan hasta mejor partida de nacimiento y un apellido dignificante. ¿Por dónde cortamos la charanga? ¿Qué hay, entonces, en un nombre? ¿Qué dentro de él?
Tienes que nombrarlo todo para conjurar las sombras, nombrarlo todo para que no te lo quiten.
Este artículo está dedicado a la memoria de Eliézer Otaiza, asesinado por autores materiales e intelectuales todavía sin nombre, un 28 de abril de 2014.