La transición a lo eléctrico y sus dilemas

El estado de California acuerda unánimemente una resolución que forzará a todos los conductores de vehículos de transporte de pasajeros y a las compañías que los operan a llevar a cabo la transición a la electrificación a lo largo de la década actual: en 2030, el 90% de la distancia recorrida por vehículos de transporte de pasajeros en el estado deberá corresponder a vehículos eléctricos.

La resolución no supone un excesivo problema para compañías como Uber o Lyft, que no solo la habían anticipado y habían establecido el objetivo de 2030 para su electrificación total sino que incluso habían puesto en marcha programas de apoyo a sus conductores para ello, pero podría suponerlo para compañías más pequeñas o para conductores independientes con menos recursos para llevar a cabo la renovación total, que aprovechan para demandar subsidios para ello al gobierno del estado. Para California, que prohibirá la venta de vehículos de combustión interna en 2035, la eliminación de las emisiones de la automoción, que suponen aproximadamente la mitad del total y de las cuales la gran mayoría corresponde a vehículos ligeros, el objetivo resulta fundamental, dentro de un ambicioso programa federal que pretende revolucionar completamente el panorama del transporte en los Estados Unidos.

Pero más allá del transporte de pasajeros, surge un problema adicional, que ha llevado al Gobernador del estado de Washington, el demócrata Jay Inslee, que hace tan solo dos años proponía la prohibición de venta de vehículos de combustión interna en el año 2030 en todo el país, a vetar esa misma medida ahora en su estado: la construcción y el mantenimiento de las carreteras y autopistas del estado se sufraga fundamentalmente con los impuestos al carburante, que menguan a medida que el parque automovilístico lleva a cabo su electrificación.

Esta circunstancia obliga a pensar en formas alternativas de obtener esos ingresos, que apuntan a la posibilidad de implantar algún tipo de impuesto a los kilómetros recorridos (un Road Usage Charge, o RUC), una alternativa que se da por segura a medio plazo y que ya ha comenzado a ser estudiada, pero que no está exenta de problemas. Para empezar, exige el desarrollo de algún tipo de mecanismo que permita recaudarlo: mientras el impuesto al carburante se recauda cómodamente en las gasolineras cada vez que los conductores llenan sus depósitos, medir los kilómetros recorridos para asociar a ellos el cobro de un impuesto supone implantar algún tipo de dispositivo que permita al gobierno recabar esos datos, cuyo despliegue podría llegar a costar más, al menos a corto plazo, que el propio impuesto que debe recaudar. Otra posibilidad, la de implantar hitos de lectura de cuentakilómetros, se ve dificultada por el hecho de que los vehículos eléctricos precisan muy poco mantenimiento, lo que complica encontrar ocasiones justificadas para llevarla a cabo. ¿Puede justificarse de alguna manera tratar de obligar a un vehículo eléctrico a pasar una ITV periódica?

Además, se plantean otro tipo de problemas, como la equidad del sistema: ¿tiene sentido, por ejemplo, que los habitantes de zonas rurales, obligados en principio a recorrer distancias mayores, resulten sistemáticamente penalizados? Y además, ¿no es, en esencia, un impuesto regresivo (como por otro lado ya lo era el impuesto al carburante), que suele tender a recaudar más de los conductores con menos ingresos? ¿No sería más lógico ir incrementando cada vez más el impuesto al carburante, de manera que pagasen cada vez más aquellos vehículos que más contaminan, incentivando así a su pronta retirada? Algunas propuestas apuntan precisamente a esta idea: por un lado, elevar el impuesto al carburante con la inflación (en los Estados Unidos lleva sin tocarse desde 1993), pero al tiempo, indexarlo con respecto al consumo total en el país, de manera que el impuesto crezca a medida que el uso de combustible disminuye. Por otro lado, parece razonable incorporar al impuesto algún tipo de métrica del tipo de vehículo, posiblemente derivada del consumo, que haga que vehículos más grandes – y que, por tanto, provocan más deterioro de las infraestructuras – paguen más que los pequeños y más eficientes.

Sin duda, temas que hay que incorporar a la discusión, y sobre los que habrá que tomar decisiones. Lo que no cabe duda, en cualquier caso, es que el fin último, el de incentivar la lucha contra la emergencia climática, es infinitamente más importante que un problema impositivo o de infraestructuras: en el primer caso hablamos de nuestra supervivencia como especie, en el segundo, de cuestiones menores como cuánto pagamos o cómo sufragamos nuestras infraestructuras, y por tanto, bajo ningún concepto deberíamos aplazar la transición simplemente por no tener claro cómo vamos a solucionar este tipo de problemas.

Con impuestos o sin ellos, el futuro es eléctrico, y los términos de las discusión son los que son. Cuanto antes retiremos de las carreteras y calles todos los contaminantes vehículos de combustión interna, mejor para todos y para el planeta. Lo primero es lo primero.

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